EL LITORAL, Jueves 29 de diciembre de 1966

¡HA LLEGADO "LA PINTA"!

Un tranvía eléctrico nos lleva rumbo a la frontera de Portugal desde Vigo a Bayona en dos horas de viaje bordeando a veces la ría; entre paredes o túneles de piedra otras, o cruzando a lo largo de valles húmedos y verdes con hileras de desflocadas plantas de maíz cuyas mazorcas se guardan en "horros", especie de pequeñas hermitas sobre pilotes, rematadas por una cruz de madera o de piedra; mientras la caña, reunida en "pallares" -haces hechos con la misma caña del maíz en forma de conos y colocados en hileras- mojada y mezclada luego en el establo con la boñiga, se convertirá en el abono de la tierra. Así llegamos a Bayona en una tarde de los primeros días otoñales.

Una larga hilera de casas cuya fábrica no va más allá del siglo, sigue paralela a la gran avenida con frente a la playa donde 'se han instalado los comercios a la espera de turistas y bañistas que acuden en gran número desde los primeros días de primavera hasta la llegada del otoño. Pero a espaldas de estos comercios se oculta el viejo caserío de pescadores con sus callejas enlosadas, estrechas y tortuosas, donde un antiguo convento de monjas dominicanas reclusas, abre algún ventanuco enrejado en lo alto de los muros hidrópicos a la sombra de la espadaña de la iglesia. Casas agobiadas bajo el manto centenario de los tejados; Viejas recovas con columnas de piedra, en cuya discreta penumbra esfuma la figura de una mujer enlutada, con el clásico pañuelo negro en la cabeza que atisba y huronea desde una puerta de tachonados batientes entreabiertos. Una abuela tira de un cordel una yunta de vacas soñolientas que arrastran lentamente la carreta donde dos rapaces van encaramados y silenciosos entre mazorcas de maíz, mientras bajo un portal dos pescadores dialogan con las redes al hombro.

Hay un silencio que impresiona y sobrecoje y una dignidad y un señorío admirables en esa gente del pueblo que encontramos al volver de una esquina o en el tranquilo y reducido ambiente de una plazoleta enlosada. Es como si todos se sintieran actores o testigos de un acontecimiento trascendental ocurrido hace siglos y que para perdurar en toda su intensidad tuvo la virtud de detener el tiempo. Frente a este paisaje ya estos hombres, en medio de este recogimiento y de este silencio que sólo los turistas veraniegos que llegan a la playa pueden romper, insolentes y desprevenidos, se siente una extraña mezcla de sorpresa y de deleite espiritual. Porque toda esta gente; todos estos pescadores curtidos en el mar, con sus pesadas redes al hombro; todas estas mujeres enlutadas y atisbantes detrás de puertas y ventanas entreabiertas; estas abuelas que tiran de un cordel las vacas que arrastran pesadamente un extraño y anacrónico vehículo mientras en la avenida circulan rápidos y lujosos automóviles de último modelo; y hasta estos rapaces agazapados en el plan de una destartalada carreta, todos, todos ellos han quedado aquí y así como testigos de un tiempo pasado.

Estoy seguro de que si les preguntara por Martín Alonso y sus hombres me dañan sus señas y, además, comedidos y atentos, me indicarían por cuál de estas retorcidas callejas los vieron pasar. Porque un día de los primeros de marzo de 1498, los vecinos de este pueblo corrieron a la playa y con ojos azorados contemplaron el arribo de una carabela destartalada y maltrecha y que llamaban "La Pinta", al mando de Martín Alonso Pinzón, que venía de toparse con un mundo nuevo y siempre sonado, desafiando la mar tenebrosa y desconocida, con rumbo hacia aquel horizonte misterioso y de leyenda por donde el sol se ponía todas las tardes.

Los hombres vivían aún en un mundo de maravillas. En el aislamiento y desamparo de pueblos y caseríos sólo oían de tarde en tarde la versión trastrocada, a través de quien sabe cuántas lenguas, del relato de algún aventurero que había osado desafiar los riesgos de las andanzas por tierras apartadas y remotas. Porque todo aquello que existía más allá del campanario de la aldea y de los alcores y dehesas vecinas; todos aquellos hombres, todos aquellos animales y aquellas plantas que no habían hallado en el diario trajinar aldeano o pueblerino y de los que llegaban tan extraordinarias noticias, se ponderaban y encarecían como una maravilla, algo así como un complemento de aquellas alucinantes "Maravillas del Mundo" que describiera fray Bieul en la Edad Media, o de los "Relatos" de Marco Polo, Mandeville y Juan de Plan de Carpin. Pero los hombres que en un día de marzo de 1493 bajaron en la playa de Bayona de la maltrecha carabela, anunciaban las maravillas de un mundo inédito, la visión magnífica y deslumbrante de un nuevo mundo hasta donde les llevara, alucinado, aquel marino genovés que saliera de España después de la toma de Granada, en busca del Preste Juan de las Indias y como embajador de los Reyes Católicos ante el Gran Can, a fin de convertirlo a la fe y concertar luego una alianza para marchar a la conquista del Santo Sepulcro que para escarnio y baldón de los cristianos estaba en manos de infieles.

Fue así cómo un día de marzo de 1493 salió desde la playa de Bayona la gran noticia que corrió por toda España: Ha llegado "La Pinta"!

En conmemoración de este acontecimiento, en la plazoleta de Pedro de Castro, abierta frente al mar y a la gran avenida, enmarcada de casas que conservan todavía el encanto y la sugestión de las antiguas casonas pueblerinas, con halcones volados y soportales de arcadas de piedra y en lo alto esculpido un antiguo blasón, el Instituto de Cultura Hispánica levantó un monolito donde una inscripción en bronce recuerda que a esta "noble Villa de Bayona, la antigua Erizana céltica, cupo la honra de ser la primera en anunciar, para asombro del mundo, el milagro del descubrimiento de América"; pues, continúa la inscripción, "aquí arribé al alborear marzo y en el año de gracia de 1493, Martín Alonso Pinzón, al mando de la carabela "La Pinta", maltrecha la nave por los temporales pero no los corazones". Y termina: "En fiel recuerdo de tan alta fecha el Instituto de Cultura Hispánica eleva este monolito. Laus Deo, Bayona, lº de marzo de 1966".

Una de las callejas que desembocan al mar lleva este nombre: "Calle carabela "La Pinta", inscripto en una columna rematada por una esfera armillar de piedra; y frente a la playa donde Martín Alonso Pinzón carenó su nave al final del viaje, se ha erigido un pórtico donde en el muro recubierto de cerámica talaverana, se representa gráficamente la ruta de la carabela que navega como en los mapas antiguos, por un mar enrejado de paralelos y meridianos condecorado por una policroma rosa de los vientos, mientras este viento de otoño que se cuela por las callejas solitarias de Bayona trae todavía el eco de aquel grito que se oyó un día de mano de 1493, grito de asombro y de esperanza como el anuncio de un nacimiento: Ha llegado "La Pinta"!.


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